viernes, 8 de agosto de 2014

Perro callejero


Perro callejero


Antes de cruzar la calle medito si quizá alguien vendrá a atropellarme. Pienso, no sé por qué, que si eso ocurriera todos se acercarían como hormigas a un pedacito de pan, pero en cuanto vieran que este pan ya tiene moho o está rancio, se irían, todos juntos se irían de mí. Nadie vendrá a salvarme, no hay ningún cristo ni ningún diablo que me jale al fuego. Por eso, cuido mis pasos al cruzar. Desde hace varios días, meses diría yo ahora que lo pienso en frío, no funcionaban los semáforos de esas calles. Que era verde que era rojo y así andábamos. Ignoro si alguien hizo algún reclamo a las autoridades o a quien tenga que hacérsele saber. Pero nadie vino nunca, ignoro también si sigue estando igual, yo preferí cambiar mi sillón de lugar. En ese sitio la gente empezaba a mirarme con desagrado. Yo también tengo hijos, yo también estuve enamorado, yo también tuve aire acondicionado. Pero eso ya pasó y ahora tengo un sillón que no está del todo viejo, lo que pasa es que tiene un poco de mugre, y no es mi culpa, la gente es puerca, sucia y todos esos sinónimos que existen para la gente de esa clase. Todos los días a esa hora yo tenía que cruzar la calle porque el sol pegaba a las 12 en mi esquina y después se iba del otro lado ¿cómo se llama eso? ¿puesta de sol? ¿quién da más?
Pasaban las mismas personas todos los días. Yo era como una especie de perro callejero a quien todos los de la cuadra alimentaban y daban abrigo y todo eso que uno necesita para no morir. La gente es capaz de besar de lengua a los perros de raza fina pero si se trata de uno como yo, la comida la avientan de lejitos. Pasaban y me dejaban comida en bolsas de plástico, a veces tenían mucha grasa, a  veces estaba mal oliente. El pan era más duro que este hueso que puedo verme ahora, quizá más duro aún. Eso es lo que ellos llaman, la buena obra del día. Hasta que llegó a vivir una señorita en esa cuadra. Le llamaré  "la señorita", porque era pequeña pero no era una niña. Aun pienso si fui yo el que abusó de su confianza cuando por fin se animó a acercárseme. La vi, ella cree que no pero lo vi todo y con mi octavo sentido yo ví cómo meditó en la puerta de su edificio de si me hablaba o no. De si yo, perro callejero, iba a morderle el brazo si me daba la mano. Esa señorita nunca me había dado nada y eso le remordía la conciencia, lo podía ver en sus ojos, aunque siempre me sonreía y decía: Buenas tardes. Ella estaba un poco apenada conmigo porque siempre la veía entrar a su departamento con algun chico, siempre distinto, al menos eran 4.  Me picaba el cuerpo, ella me veía rascarme sin piedad y se moría de ganas de hablarme, hasta que un día:
-          Hola, perdone la pregunta ¿necesita usted algo?
-       No señorita, gracias por preguntar.
Cuando escuchó que yo contesté de lo más normal cambió su expresión, como esos niños que se animan a dar el salto y se sorprenden de no caer. Así se sentía ella, como si hablarme hubiera sido un logro importante en su vida. Lo vi en su cara. Y en cómo acomodó sus manos para inclinarse hacia delante, para hablarme más de cerca. Me levanté del sillón porque creí que era mi casa ese pedazo de calle, creí que era mi deber levantarme y demostrar mis modales.
-       siéntese por favor.
-       No, no gracias, así está bien.
Ella miró el sillón y no podía creer mi cinismo. No era el mejor sillón del mundo y lo peor de todo es que estaba muy sucio. La gente no me miraba a mí ahora, la miraba a ella con es cara de mirar al suicida que amaneza arriba de un puente. Así eran sus caras, como queriendo rescatarla de una tragedia, de la basura, de este perro que soy. Ella insistió y me miró en ese momento en el que yo hubiera dado lo único que tengo, mi sillón o mi comezón a cambio de tomarle una mano, de que hubiera aceptado sentarse conmigo y yo poderle ofrecer algo más, un pan caliente y un café. Pero no, no y no.
-       Mira, no digas que abuso de tu buena voluntad, me gustaría una coca cola. Probablemente esperaba que yo le dijera que me diera una sopa caliente o qué se yo. Se rascó la cabeza y dijo como una cachetada en frío: 
-   - ¿Qué? ni siquiera yo tomo refrescos. Le va a hacer daño además.-
 Se reincorporó y dijo que después volvía. Y si quieren algo más preciso: nunca volvió. Y yo después me fui, me fui no por eso, aunque me había dado vergüenza. Ella seguramente pensó que yo quería coca cola o que era como quien dice, un limosnero callejero y malagradecido, pero a esa altura del frío y de la noche yo me deshacía por una coca cola, usted sabe, para eso de amortiguar con azúcar, o algo un poco dulce, aunque provenga del artificio.  Pero la señorita lo tomó a mal y se fue. Se dio la vuelta y entró a su edificio esta vez sin detenerse en la puerta, y bien, ya no tenía nada que pensar. Me rasque la piel una y otra vez igual que lo hace un perro callejero. 

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