viernes, 25 de julio de 2014

Viernes despejado sin ti




Nos habíamos quedado de ver un viernes a las cinco de la tarde. Desde miércoles yo estaba pensando en cancelar pero no tenía más pretextos, él tampoco. Desde hace varios años, no sé exactamente cuántos, veníamos cancelándonos las citas, evitando los encuentros, procurando vernos en lugares con otros conocidos para evitar las palabras dirigidas. Nos conocemos desde siempre y sin embargo, sabemos poco de nosotros. Siempre me sorprende con las cosas que hace o dice. A veces tiene  cincuenta años y a veces  dieciocho, a veces gatea y babea como un nene. Es como varias personas que actúan a ser él y llamarse de la misma manera. Y un día fríamente le dije, (yo comía una manzana terminé de dar una mordida y después de ese crujido que hacen las manzanas) te hace falta madurar.  Se fue caminando lento y ni ganas me dieron de seguirlo. Hacía mucho frío, el clima allá es cambiante y loco. Corrí a verlo por la ventana sin que me viera, me intrigaba su vida, saber a dónde se iba y con quién. Desde esa ventana había una perspectiva a toda la calle, uno a veces ve cada cosa mientras come una manzana. Naturalmente lo perdí de vista al poco rato. Caminaba lento y encorvado. En el pelo se le notaban los años, tantos recorridos en la mera nada. Había temporadas que se dejaba el pelo muy largo y eso él en otro tiempo lo hubiera odiado. Pero como ahora se había convertido en eso que él mismo odia, no le queda otra que aceptarse. 

Deseo que cuando mires el espejo hagas todo: escupirte y sacarte la lengua, insultarte también sería una buena opción; algo que te humille por completo. 

Somos un montón de versiones de nosotros mismos, él sacó su peor versión. 
 En estos momentos quisiera que me cambiaran por una mujer que sepa escribir con las dos manos, porque yo no puedo y la mano con la que escribo me tiembla.  Hacía ----- tiempo nos habíamos despedido en el aeropuerto. Me dijo que me cuidara y por favor llámame ni bien llegues. Claro que no lo llamé, yo tenía anotados cuatro números distintos de su posible ubicación, siempre -estaba ido de todas partes-. Supe con una certeza fría y razonable, como son todas las certezas, que no lo encontraría detrás de ninguna línea telefónica, que gastaría llamadas de larga distancia a lo puro tonto, que mejor sería llamarle a otra persona, cualquiera que fuera. Busqué la carta que me había dado, porque él para despedirse ni abrazaba ni hacía esos gestos ridículos que la gente hace con la cara cuando está a punto de llorar. Sin embargo, me dio una carta que supuse debía leer en tranquilidad. El avión estúpido con su motor afuera y sus azafatas gordas  no invitaron  a una gotita de amor, a un poco de tranquilidad, no leí su carta ahí, era frío y yo era como una humedad pegada al cielo (¿cómo alguien puede hacer el amor en un  avión?).
No encontré ninguna carta después. Me sentí ridícula. Tampoco hice esfuerzo alguno por buscarla. Podía estar en algún bolsillo, pero no busqué. 

Cuando volví, una de las tantas ves que yo volví y vine y volví y venía e iba, me lo encontré. Yo azoté el pie contra el piso. Me esforcé para que  no me reconociera y así fue, pasé de largo y él inmóvil, ignoro si me vio o si hizo el mismo esfuerzo que yo. Entré a mi casa y esperé a que se fuera. Sólo entonces mi tranquilidad volvió. Pero llegó ese momento, en el que inevitablemente teníamos que saludarnos, inventar una postura, recoger la pena.
-       ¿Nos vemos el viernes? Dijo y yo claro, sí, me gustaría.  Antes de que me dijera algo se lo confesé
-       perdí tu carta. Soy muy tonta. Lo siento mucho. Casi me saco el corazón de tanta pena, y él ¿eh, qué carta? y yo ora vez yo y mi cara olímpica de  Ah, no nada. sí, nos vemos el viernes dije odiándolo una con una pizca más de arena para el mar, más de sal para el agua, yo lo odiaba cada vez y a cada rato, el odio se renueva y se renuevan también los pretextos para no verlo. Bueno, cuídate. Te llamo el mismo viernes para ver en dónde nos vemos. Me hice la que actuaba normal, la que estaba ansiosa de que llegara ese viernes. Incluso me engañé a mí misma, cosa que también siempre pasa. Ay por fin, lo voy a ver. Nos lo merecemos. Claro que teníamos que hablar, aunque después de eso se acabara el mundo. Me fui caminando como por caminar nada más. Aunque esas caminatas a mí me desesperan, eso de andar a lo puro tonto no es para mí. Además en esa ciudad hace un sol tremendo: chamusca a la gente. El sol se apoyaba arriba de mí. Eran como las tres de la tarde y me daba rabia el calor y la idea del viernes. Me quedé esperando su llamada. Claro que no llamó. Pero lo hice yo. Tomé sus cuatro números de teléfono y empecé a probar. Dos de ellos no existían, uno estaba equivocado, el otro no probé porque ya no me quedaban ganas. Pensé que me había librado de él. No fue así, me lo encontré otro infernal día, a las cinco de la tarde, pero no me habló. Sólo estaba ahí y no habló. Probablemente sabía quién era yo pero su esfuerzo fue idéntico al mío, la lucha por no hablarnos permanece.



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