Nos habíamos quedado de ver un viernes a
las cinco de la tarde. Desde miércoles yo estaba pensando en cancelar pero no tenía más pretextos, él tampoco. Desde hace varios años, no sé exactamente cuántos, veníamos cancelándonos las citas, evitando los encuentros, procurando vernos en
lugares con otros conocidos para evitar las palabras dirigidas. Nos conocemos
desde siempre y sin embargo, sabemos poco de nosotros. Siempre me sorprende con las cosas que hace o dice. A veces tiene cincuenta años y a veces dieciocho,
a veces gatea y babea como un nene. Es como varias personas que actúan a
ser él y llamarse de la misma manera. Y un día fríamente le dije, (yo comía una
manzana terminé de dar una mordida y después de ese crujido que hacen las
manzanas) te hace falta madurar.
Se fue caminando lento y ni ganas me dieron de seguirlo. Hacía mucho
frío, el clima allá es cambiante y loco. Corrí a verlo por la ventana sin que
me viera, me intrigaba su vida, saber a dónde se iba y con quién. Desde esa
ventana había una perspectiva a toda la calle, uno a veces ve cada cosa
mientras come una manzana. Naturalmente lo perdí de vista al poco rato. Caminaba lento y encorvado. En el pelo se le notaban los años, tantos recorridos en la mera nada. Había temporadas que se dejaba el pelo muy
largo y eso él en otro tiempo lo hubiera odiado. Pero como ahora se había
convertido en eso que él mismo odia, no le queda otra que aceptarse.
Deseo que cuando mires el espejo hagas todo: escupirte y sacarte la lengua, insultarte también sería una buena opción; algo que te humille por completo.
Somos un montón de versiones de nosotros mismos, él sacó su peor versión.
En estos momentos quisiera que me cambiaran por una mujer que sepa
escribir con las dos manos, porque yo no puedo y la mano con la que escribo me
tiembla. Hacía ----- tiempo nos habíamos despedido en el aeropuerto. Me dijo que
me cuidara y por favor llámame ni bien
llegues. Claro que no lo llamé, yo tenía anotados cuatro números distintos
de su posible ubicación, siempre -estaba ido de todas partes-. Supe con una certeza fría y razonable, como son todas
las certezas, que no lo encontraría detrás de ninguna línea telefónica, que
gastaría llamadas de larga distancia a lo puro tonto, que mejor sería llamarle a
otra persona, cualquiera que fuera. Busqué la carta que me había dado, porque
él para despedirse ni abrazaba ni hacía esos gestos ridículos que la gente hace
con la cara cuando está a punto de llorar. Sin embargo, me dio una carta que
supuse debía leer en tranquilidad. El avión estúpido con su motor afuera y sus azafatas gordas no invitaron a una gotita de amor, a un poco de tranquilidad, no leí su carta ahí, era frío y yo era como una humedad pegada al cielo (¿cómo alguien puede hacer el amor en un avión?).
No encontré ninguna carta después. Me
sentí ridícula. Tampoco hice esfuerzo alguno por buscarla. Podía estar en algún
bolsillo, pero no busqué.
Cuando volví, una de las tantas ves que yo volví y
vine y volví y venía e iba, me lo encontré. Yo azoté el pie contra el piso. Me
esforcé para que no me reconociera y así fue, pasé de largo y él inmóvil, ignoro
si me vio o si hizo el mismo esfuerzo que yo. Entré a mi casa y esperé a que se
fuera. Sólo entonces mi tranquilidad volvió. Pero llegó ese momento, en el que
inevitablemente teníamos que saludarnos, inventar una postura, recoger la pena.
-
¿Nos
vemos el viernes? Dijo y yo claro, sí, me gustaría. Antes de que
me dijera algo se lo confesé
-
perdí
tu carta. Soy muy tonta. Lo siento mucho. Casi me saco el corazón de tanta pena, y él ¿eh,
qué carta? y yo ora vez yo y mi cara olímpica de Ah,
no nada. sí, nos vemos el viernes dije odiándolo una con una pizca más de arena para el mar, más de sal para el agua, yo lo odiaba cada vez y a cada rato, el odio se renueva y se renuevan también los pretextos para no verlo. Bueno,
cuídate. Te llamo el mismo viernes para ver en dónde nos vemos. Me hice la que actuaba normal, la que
estaba ansiosa de que llegara ese viernes. Incluso me engañé a mí misma, cosa
que también siempre pasa. Ay por fin, lo
voy a ver. Nos lo merecemos. Claro que teníamos que hablar, aunque después
de eso se acabara el mundo. Me fui caminando como por caminar nada más. Aunque
esas caminatas a mí me desesperan, eso de andar a lo puro tonto no es para mí.
Además en esa ciudad hace un sol tremendo: chamusca a la gente. El sol se
apoyaba arriba de mí. Eran como las tres de la tarde y me daba rabia el calor y
la idea del viernes. Me quedé esperando su llamada. Claro que no llamó. Pero lo
hice yo. Tomé sus cuatro números de teléfono y empecé a probar. Dos de ellos no existían,
uno estaba equivocado, el otro no probé porque ya no me quedaban ganas. Pensé
que me había librado de él. No fue así, me lo encontré otro infernal día, a las cinco
de la tarde, pero no me habló. Sólo estaba ahí y no habló. Probablemente sabía
quién era yo pero su esfuerzo fue idéntico al mío, la lucha por no hablarnos permanece.
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