lunes, 1 de septiembre de 2014

No estoy en casa


Llueve y no estoy en casa. Ayer iba a escribirte, lo juro. Terminé yendo a tomar un helado. Hoy llueve como para no salir, pero no estoy en casa y te extraño. Será tu manera de revolver las sábanas sin estar nunca del todo destapada o el golpear de la ventana contra sí misma. Si hoy no se cortara la luz, como siempre, podríamos ver las películas que tanto te gustan, cocinar panqueques con whisky o cualquier cosa con este aguacero del otro lado del vidrio. Pero yo no estoy en casa hace tiempo y no puedo volver. En la vereda no hay nadie, una utopía un taxi vacío. Por esta calle no pasan autos, no barren las hojas caídas de los árboles y todo se inunda, siempre, hasta tocar las puertas de las casas. Un auto pasando un día como hoy sería un rebalsar eterno, una onda expansiva, agua comiendo los pies de la gente, empujando zócalos de las casas de mis vecinos. Yo fui ese auto cuando llegué. Me deben haber odiado. Ya ves, hermosa, no puedo siquiera pedirte que vengas o tomes un remís. Me encantaría buscarte con un paraguas gigante y ver tu cara de esfuerzo saltando charcos.

Llueve más fuerte, si se me permiten las comparaciones. Es difícil lo relativo cuando uno no tiene más que un par de zapatos mojados. Una fuerza que es la naturaleza misma, brutal y hermosa. Cierra la visión una cortina de hilos fríos que caen, nítidos chorros, infinitos. No veo mucho pero no importa. Si fuera la cortina del baño o esa sábana desgastada con la que te tapas para leer, te espiaría encantado. Correría la tela, tu cara de asombro. Tantas caras extraño. Llueve mucho y estoy lejos. Mañana, te prometo, el cielo se va a limpiar y desde el ventanal vas a ver las estrellas. Tal vez no pienses en nada, pero las vas a mirar antes de ponerte el pijama, como siempre, yo también. 

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